Irma Velasco Prudencio*
El drama íntimo de los presos y
refugiados políticos hiere a toda la nación; desborda la esfera individual para
ensombrecer nuestras instituciones. Cada ciudadano preso o exiliado, con sus
derechos constitucionales quebrantados, refleja una temible verdad: los
bolivianos perdemos la libertad.
Con cada guantazo dado al estado
de derecho, el gobierno del Mas nos pone a prueba como un niño caprichoso. Si
cedemos, si consentimos que se rajen las delicadas pero indispensables
convenciones en torno a las cuales construimos nuestra democracia, el siguiente
paso será siempre más malcriado, más villano.
Por ello, en la celda del injusto
encierro de cada ciudadano cabemos todos los bolivianos. Una única persona
traicionada por las instituciones que debían protegerla, nos representa.
Así, resulta melancólicamente
actual el artículo que el escritor italiano Roberto Saviano publicó el 18 de
noviembre de 2011 en el periódico La
Repubblica. Entonces, Saviano se refirió al caso (Alfred) Dreyfus –un
oficial de artillería del ejército francés, de origen judío, condenado a cadena
perpetua, siendo inocente, por la acusación de traición a la patria en un
proceso fraudulento a finales del siglo XIX- y la carta abierta, titulada J’accuse (Yo acuso), que el novelista
francés Emile Zola escribió al presidente de Francia Félix Faure en defensa del
joven militar, detallando todo lo que era falso en el caso.
Cuenta Saviano que el escritor
francés interrumpe su actividad de novelista y se dedica a la escritura del
célebre panfleto porque intuye que junto a la defensa de aquel singular
individuo está en juego la custodia de la República francesa, destinada, caso
contrario, en palabras del autor de Gomorra, a derrumbarse en medio del
silencio cómplice de una monumental injusticia realizada como el más obvio de
los actos.
Algo había entrado en el cuerpo
del escritor francés para atormentarlo como una fiebre, dice Saviano, cuando se
decidió a escribir el alegato que se publicaría en la primera plana del diario L’Aurore el 13 de enero de 1898. Sería,
a juzgar por las palabras de Zola, una urgente necesidad: “Es mi deber: no
quiero ser cómplice. Todas las noches me desvelaría el espectro del inocente
que expía a lo lejos cruelmente torturado, un crimen que no ha cometido”. En
1906 se anula la sentencia y el capitán Dreyfus es reintegrado al ejército.
Ese tormento positivo, que
incomoda el alma como una espina, es el que puede evitar que nos acostumbremos
al horror como parte de la vida cotidiana. Esa fiebre del espíritu debe
rechazar que nos adaptemos, como lo hace el enfermo a las dolencias del cuerpo
para seguir viviendo, a una sociedad que está enferma.
Por eso nos sirve tan
profundamente el ejemplo de Emile Zola. Que los espectros de los inocentes no
nos abandonen. Valgámonos del lenguaje oral y escrito para distinguir el bien
del mal, en el debate público y en la vida íntima; durante el almuerzo con la
familia, en una cita con los amigos, entre los colegas de trabajo, que toda
ocasión sea buena para hablar de lo que ocurre, señalando sin temor las
injusticias. Probablemente así, los sentimientos individuales pero comunes a
todos, como el amor, la amistad, la solidaridad y el deseo de justicia nos guíen
a la hora de defender la democracia con el voto.
Hablemos de los perseguidos
políticos de nuestra Bolivia en pleno siglo XXI, de aquellos que están
encerrados, de quienes ven vulnerado su derecho a la presunción de inocencia,
entre tantas aberraciones judiciales corrientes en los días actuales; hablemos
de los que se ven obligados a partir y vivir de forma artificial porque no eligieron
separarse de sus familias. Digamos sus nombres, recordémoslos y suframos junto
a ellos, porque al hacerlo, nos estaremos salvando todos: ellos y
nosotros.
Irma Velasco Prudencio
Escritora y Periodista